Apenas alcanza ya la salita de su vivienda en el barrio Los Cocos, de Santiago de Cuba, para abrigar tantas medallas, diplomas, condecoraciones y otros estímulos a la breve trayectoria deportiva de Ismael Borrero Molina, el luchador grecorromano que aportó a Cuba la primera medalla de oro en los Juegos Olímpicos Río 2016. Entre los múltiples reconocimientos sobresale esa presea dorada, cuyo peso, considerable, se equipara con las intensas jornadas de preparación y los sacrificios impuestos a sus 24 años para llegar a tan alta condición atlética.
Al conversar con él en su hogar durante una calurosa mañana, responde que tantos halagos después del pasado 14 de agosto no le han subido la vanidad porque sigue teniendo presente su origen, cuando siendo un niño inició sus pasos en el levantamiento de pesas en una instalación santiaguera.
Al repasar esos años agradece al profesor Humberto Súrez, con quien fue descubriendo sus aptitudes para la lucha greco y le abrió el camino para lo que vino después. Desde el 2007, cuando con apenas 16 años se marchó de casa para ingresar en la Escuela Superior de Perfeccionamiento Atlético en La Habana, tomó rumbo definitivo esa opción.
Sabia decisión cristalizada en una vertiginosa carrera que suma un campeonato mundial en el 2015, el primer lugar en los Juegos Centroamericanos y del Caribe en el 2014 y unas cuantas victorias más, solo ensombrecidas por la derrota que sufrió en los Juegos Panamericanos en Toronto, donde fue eliminado.
La lección aprendida entonces cuajó en la cita olímpica, porque allí resolvió la falta de concentración y el desespero por ganar que le restaron fuerzas y destrezas, aun siendo el favorito en su división de los 59 kilogramos, en el evento de la ciudad canadiense. Cauteloso al referirse al futuro, sopesa con realismo las posibilidades para los Juegos Olímpicos de Japón en el 2020, cuando tendrá 27 años y la acumulación de otras arduas jornadas de entrenamiento, rigor y disciplina en edades durante las cuales esas exigencias rivalizan con las apetencias propias de la juventud. Quizás sea también porque en su corta existencia, la vida en el deporte le ha enseñado a ir paso a paso, a concentrarse en el combate que tiene ahí mismo, sin pensar demasiado en la justa que viene después.
En su ciudad, Ismael se confunde, a veces a pie, entre los santiagueros que se mueven por la urbe oriental, en una parada de ómnibus, en el cruce de semáforos en una avenida o en cualquier esquina de su tierra querida, donde vio la primera luz en el cercano poblado de San Benito, casi a la entrada de la trama urbana.
En el barrio donde vive desde el año 2000 basta una pregunta para que cualquier vecino indique el lugar exacto de su casa, ese recinto familiar en el que comparte con su madre, Mayra, y sus hermanos Amado e Ismaida, todos orgullosos por tener entre ellos un campeón olímpico. Al indagar es inevitable hacerlo por Ismaelito, aunque su hazaña no sea para diminutivos.
Al ver su rostro aniñado en una complexión atlética, muchos lo identifican o se quedan con la duda, después que una avalancha de imágenes televisivas lo convirtió en una cara familiar para los cubanos, agradecidos por la gran alegría de aquella tarde de domingo en que ya los aguijoneaba la ansiedad por la primera medalla dorada.